La pareja de homosexuales de la mesa de la izquierda emitían un plácido bienestar adivinable en sus miradas, en su complicidad sin necesidad de palabras, o en su armonía de decisiones naturales. Aquel era un bar de barrio, donde todos se conocían bajo las horas marcadas por un reloj inexistente: el momento del pincho de callos o tortilla, el instante siempre verbenero del vermú dominical, los maíces rumiados durante los partidos de liga... Pero a aquellos dos jóvenes no los conocía ningún habitual parroquiano, aunque todos adivinasen su condición amorosa y envidiasen en su fuero interno el innato entendimiento de voluntades que a ellos subyacía. Nadie dijo una palabra. Mas todos se limitaron a observar discretamente, entre los altisonantes comentarios rutinarios sobre política, economía y corrupción, que no es preciso tomarse de la mano, ni besarse en público, ni quedarse embobados en un cruce de miradas, para denotar cariño a borbotones y para mostrar la unidad de dos almas prendidas de la misma rama.
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