Entró corriendo en la casa, abriendo con sus manos y su energía inagotable de niña un canal de primavera al interior. Fue hasta la sala, donde quería encontrar a su abuela para contarle las vicisitudes del parque: el color azul de las mariposas que se posan encima de las hortensias lilas y los matices amarillos del tono de algunos vivísimos pensamientos, las risas de sus hermanas porque se había caído del balancín por hacer el tonto o lo pegajoso del caracol que halló pegado bajo el columpio. Pero su abuela solo se dejaba mecer entre crujidos de madera, con la labor de hilo fino derramada en el regazo y el ganchillo tirado en el suelo, brillante espada de plata sobre la alfombra de arabescos. Entonces volvió a salir corriendo hacia la luz de fuera: había presentido la nada en aquellos ojos fríos que se balanceaban y no quiso descubrirla aún, sola y pequeña.
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