I.M.T. fue mi compañera de pupitre temporalmente en segundo
curso. Nunca más he vuelto a saber de ella, y tampoco lo lamento ni lo anhelo.
Era una vieja prematura, pero no en el sentido de la responsabilidad que les
nace a muchos niños antes incluso de soltar los dientes de leche, sino que ella, físicamente, con siete flamantes años,
estaba ya gastada por la vida. No sé si era aquel pelo suyo lacio y
perpetuamente pegado al cráneo por falta de un buen lavado; o bien, aquellas
zapatillas como chalanas vencidas por muchas idas y venidas parsimoniosas,
jamás de energética chiquilla de patio; o tal vez, aquellos vestidos suyos
_todos iguales, todos el mismo_ que eran como los de una madre de las de
entonces, chaqueta cruzada incluida, pero con talla infantil.
I.M.T. olía mal, incluso a aquella nuestra edad, cuando
todavía las glándulas sudoríparas ni funcionan, y puede una correr toda la
mañana siendo la envidia fresca de las de octavo curso, cargadas de hormonas,
ellas. Sin embargo, yo nunca lo reconocí en alto ante los demás niños, a pesar
de que sus efluvios fuesen un tema
bastante recurrente durante el recreo, porque I.M.T. me daba pena. Quizá, más
bien, su imagen blanda me provocaba tristeza al imaginarme que ella no iba a
crecer nunca, que ella ya había nacido así, vieja.
Pero I.M.T. albergaba un lado oscuro que yo no acerté a
verle hasta que alguien me abrió los ojos. Ella era quien, semana a semana,
desangraba la tinta de mis bolis Bic, pisándolos hasta dejarlos secos y
desparramados _ una mancha rojiazul estampada bajo la mesa_ muertos. Ella era
también quien hacía lo propio con mis gomas Milán, tan nuevecitas, y la que
provocó que, durante el tiempo que fui su compañera, mi madre sospechara que yo
misma destrozaba el material a posta. Nunca entendí por qué quería hacerme daño
aquella niña, y sigo sin saber hoy por qué la gente comete maldades gratuitas, pero seguro que tiene mucho que ver con sus almas viejas.
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