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miércoles, 12 de noviembre de 2014

UN CAMPESINO EN LA GUERRA

Esta es la carta que no pude escribir desde la trinchera en la que salvé mi vida.
La redacto muchos años después, cuando seguramente me quede ya poco tiempo de existencia tranquila sobre la tierra que he labrado con sudor y arado, y quizás lo hago para que mis nietos sepan por qué jamás he querido hablarles en vida de los muertos que yo maté, de la fría miseria que nos rodeó en aquellos años de conflicto inhumano, o de la negrura terrible en que se convirtió el rácano mundo que veíamos tras la mirilla de una escopeta.
Yo soy campesino. Así nací y así es como voy a morir, por fortuna. Aquel paréntesis guerrero al que me arrojó, encañonado junto a otros muchos vecinos, un camión de militares que reclutaban por la fuerza en las zonas rurales del país no me hizo perder la fe en la paz, ni en el hombre en general, aunque sí en muchos hijos de puta  particulares. Por eso, cuando alguna vez me han preguntado —como a muchos de mi quinta— cómo he tenido una prole de hijos en mitad de una tierra devastada y dominada por el hambre, he respondido que porque en la contienda murieron más que demasiados hombres, y que porque la vida solo se paga con vida, si es que hay manera alguna de abonar esa deuda o de acallar la conciencia. 
Yo fui cocinero en el frente. Hacía el rancho para la tropa cuando había rancho y hasta flanes con bolas de caramelos de colores las escasas veces en que había postre, las más de las veces solo para los oficiales. Eso sí se lo relataba a mis críos y a mis nietos siempre que me pedían que, mientras tomaba mi achicoria y liaba mi cigarro de picadura, les contase alguna batalla de la guerra, aunque en casi todas las ocasiones se repitiesen las historias de marmitón variando platos e ingredientes. 
Eso, y lo de la trinchera...
Juro por la tumba de mis padres que salí de aquel agujero en Verdún cagado de miedo, mojado de lluvia o de lágrimas —o las dos cosas, seguro— y apesadumbrado por no haber podido convencer a los otros compañeros de que me siguieran de una vez, de que allí nos mataría una bomba como conejos agazapados o el hambre de un retortijón. Pero, sobre todo, salí de aquella mierda famélico de dos días. Sí, el hambre que nos acompañaría a tantas y tantas generaciones de europeos empobrecidos y despojados de un mañana fue quien me azuzó la mente y las tripas aquellas veinticuatro horas para salvarme el pellejo. Y aunque a ellos la dama de caninos afilados los tentó como a mí con el sueño de salir corriendo desarmados entre ráfagas densas de metralla y de alcanzar la retaguardia donde estaba el maldito avituallamiento de pan duro de centeno, sin embargo, les pudo más el miedo paralizante. Y se quedaron allí dentro para siempre, en el fondo de la trinchera negra, sin poder pegar un tiro que no tenían y sin poder mover un pie por el terror a la calavera que finalmente vino a buscarlos en forma de un brutal estallido de mortero. 
Lo supe al día siguiente, tras comer una rebanada de gloria resesa y dormir unas pocas horas. Desde entonces, siempre les digo a los míos que tener ganas es lo único que tira de nosotros cuando todo lo demás falla en este puto mundo.
Pido perdón por los muertos que maté en aquellos años en que estuve en el infierno y doy gracias por poder haber querido a tantos durante tantos años de vida tranquila, de campesino.

Imagen: 
http://www.agenciadenoticias.unal.edu.co/ndetalle/article/la-primera-guerra-mundial-si-tuvo-que-ver-con-colombia.html

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