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lunes, 3 de noviembre de 2014

EL FIN DEL DINOSAURIO


Al dinosaurio le era imprescindible aligerar ya sus cañerías atoradas de impudicias que progresivamente el propio y nocivo funcionamiento de su organismo le había acabado por provocar. La culpa era de su modo de vivir, de gestionarse —intuía con algún atisbo de iluminación en los peores momentos de aquella crisis crónica—. Las copiosas e irrefrenables ganas de acumular viandas en su avaricioso estómago y en los de su familia y amigos se habían ido convirtiendo durante la Gran Degradación en la única finalidad de su existencia, si es que otra tuvo alguna vez en el comienzo de los tiempos. Los demás, claro, no tenían ni derecho a eso, a vivir un segundo más de lo justo para alimentarlo a él y a su prole. Apenas sí supo jamás en qué consistía la mala conciencia de saber que lo que él devoraba con gula pantagruélica causaba la inanición de muchos, de tantos, de una multitud más grande cuanto más ignorada y ninguneada. Era un depredador y punto.
Al Súper Tiranosaurus Rex no lo calmaban ya las purgas controladas de sangre y mierda que los fiscales y gestores afiliados dejaban correr compuertas abajo cada cierto tiempo para emular una limpieza aparente, tranquilizadora de masas, modificadora de la inmovilidad más recalcitrante. La prensa multiplicaba por doquier el eco salubre de los contados y previstos actos de transparencia, de impoluta actitud, de impasible moralidad de la elite de los saurios... pero el olor se podía cortar con un cuchillo de postre y no había dios que lo disimulase ni con la más pura apariencia de beatitud. 
Pero hasta que muchos siglos después, sus víctimas no lo asaltaron y abrieron en canal para que estallara y se ahogara en un alud de putrefacción corrupta, el dinosaurio permaneció allí, día tras día, al despertar. 

(A Monterroso, gracias por la lección)

Mr. Richfield, el Jefe en la serie Dinosaurios. 

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