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miércoles, 6 de agosto de 2014

MARÍA MAGDALENA

Yo venía del abismo —aún tendría una visita ineludible con el infierno— y él estaba allí como un regalo celestial en mitad de un nubarrón intempestivo del espíritu. De hecho, pensé que su nombre era Ángel, pero no. No me anunciaba el fin de mi desdicha, solo fue un oasis de alegría en mitad de la vacuidad de mi desierto. 

No era su gracia la de un querubín, sino la de un hombre enfadado con su apelativo de emperador, de jefe de una saga literaria, de un aventurero de la verde madre tierra que acaba en la Limia de la memoria. Me mostró las más enorme carvalla de cuantas puedan en el mundo existir y me contó la historia de una diosa de la naturaleza que se fue encerrando entre pinchos, púas y espinas por no saber-querer abrirse al mundo que la había lastimado. Imaginé que yo misma era la protagonista, de su historia y de su pensamiento. Eso hizo que mis llagas dejasen de sangrar y supurar por un instante. Eso, y aquel segundo de silencio de agua frente al río Verduxo, cuando le brindé sin explicaciones el desnudo blanco de mis pies como si fuese el de la condena de mi alma. Y creo que lo comprendió y me la devolvió un poco más mojada, un poco más limpia, un poco más feliz. Siempre llevaré en mi recuerdo aquel brindis de mis pecaminosos pies que él aceptó confortante, como seguro lo hizo Jesús con María Magdalena. Entonces supe lo que es sentirme la puta y la doncella. 


Imagen: https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhs5Kd5szbFqZckj5tJHTaBvoZoSL9w8B4ngnRfnFKnhJtHsOqH3DUYj9MG46eXiGhbarhwRP1pZSRhcaCCk2F5w5TyWki6uJpsufXL1M6bheGci8ciJ-_d3pVrQAY7pXe0iqG6KDYtA14/s1600/pies+agua+rio.jpg

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