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miércoles, 20 de agosto de 2014

CARNOTA: CEGUERA AZUL

La playa era un oasis necesario, soñado tantas madrugadas en cuando asomaba por la ventanilla... 

Tras incontables kilómetros verdes de rutinarios labradíos, campos agostados y cosechas de maíz tal vez recogidas por aquellos extravagantes mastodontes mecánicos post-parcelarios que sorprendían a veces el tráfico gris, al doblar una curva discreta a la izquierda, sin avisar, el inconmensurable océano que cualquier pintor de todo tiempo y lugar quiso siempre atrapar, invadía la visión como una ceguera azul. 

Solo el borde de aquel inmenso magma turquesa era ya la octava maravilla del mundo: el arenal de Carnota, un reguero generoso de arena blanca, suave, térrea, ondulada por el jugueteo pícaro del agua extasiada arrastrándose, salpicada de conchas mil y una vez desmenuzadas, batidas en un cóctel telúrico contra los dedos de piedra gris del Monte Pindo vecino... 

Una playa virgen, o casi, con escondidas fanecas acechantes, con látigos de aire armado hasta los dientes de agujas de arena que han ido puliendo las dunas altas, las bajas y también las hoyas hondas donde ni el viento se atreve a entrar. 

Una playa salada y dulce donde el río tiene boca y desemboca sin pausa para besarte con labios húmedos de magia o morderte con dientes afilados de saña. 

El peligro y la tentación de la belleza agreste, salvaje e indómita carnotana se aspira en el aroma de sus aguas, que recuerda en ensencia al de una almeja en celo.





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