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jueves, 10 de julio de 2014

PETUNIAS AZULES

La casera le alquiló la planta baja de aquella vivienda que parecía adaptarse a él como un orgánico guante de piel se ajusta a la cómoda extensión de los dedos. Al año justo de habitar su hogar, descubrió que la puerta de una de las piezas, la que utilizaba como despacho-biblioteca-trastero, había desaparecido de una pared aparentemente inalterada, empapelada con los mismos ramilletes azules de pequeñas petunias desgastadas por más de medio siglo. Sus cosas allí guardadas las iba descubriendo ahora repartidas en el resto de los cuartos, así que acabó por olvidar que un día existió habitación de los trastos. Doce meses después, la cocina del piso superior se le estropeó a la dueña, de forma que el inquilino, amablemente, no tuvo más remedio que compartir sus fogones con aquella estupenda cocinera cincuentona de guisos, salsas picantes y asados espectaculares: jamás volvió a plantearse siquiera freír ni un huevo por iniciativa propia; solo tenía que expresar sus deseos culinarios en voz alta y ya estaba servido en su plato.

Al cabo de cinco años de residencia en su primer espacio vital de emancipación cumplió treinta primaveras descubriendo que su casera dormía en el cuarto de al lado, le lavaba y planchaba la ropa todos los días, lo había hecho dejar su empleo para arreglarle el jardín a cambio de un sustancioso arreglo económico y acababa de comprarle calzoncillos nuevos. Azules como las petunias de las paredes y los ojos de su ama.





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