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miércoles, 9 de julio de 2014

EL BARCO Y LAS OLAS

Todas las tardes de verano, a las cinco en punto, se dibujaba en el horizonte una vela roja y blanca, del color que lucían en las series de dibujos los reyes del mar, los vikingos. 

Juliana y Victoria se plantaban desde las cuatro y media en la arena de la Playa Negra, entre jugando y aguardando la adolescencia. Sabían que durante los indescriptibles minutos que tardase en arribar el imaginado drakkar a la orilla, su mundo estallaría en palpitaciones sucesivas de aquella atracción-repulsión desconocida, sin nombre pronunciable aún para las niñas, pero tangible en su sangre, sensitiva desde la punta de los dedos de los pies hasta los caracoles de sus pícaros rizos inocentes. 

De la nave bajaban en tropel, salpicando alaridos como truenos, arenas de sal y juventud rosada, sus imberbes enamorados: los dos primos de la vecina isla del norte, los cachorros rubios de melena leonina, salvaje, y de ojos glaucos como el agua marina. Quizá en el futuro aquel par de adorables jóvenes rubicundos se convirtiesen en enormes kraken de tentáculos maltratadores sin escrúpulos, o quizá en benditos ciervos cornamentados a la sombra de ligeras andanzas femeninas, pero eso poco importaba cada tarde vivida por cuatro muchachos despertando al erotismo. 

El ritual diario se perpetuaría hasta que las hormonas decidiesen que ya era hora de pasar a la acción, pero mientras, ellas y ellos suspirarían al unísono de unas olas que recibían con ansia inagotable cada tarde la proa pulida del osado barco aventurero, el cual no vivía para nada más que surcarlas una y otra vez. 



Imagen: http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/9/94/Joaquin_Sorolla_-_Las_tres_velas.jpg

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