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lunes, 21 de julio de 2014

BESTIA SOBRE BESTIA

El flequillo, cada vez más largo y molesto en el verano, se le ponía delante de los ojos y tenía que sacudir la cabeza vigorosamente para apartarlo. A sus congéneres —negros, bayos, blancos o pintados— les sucedía lo mismo, aunque los  constantes e intermitentes golpes de testa, coces nerviosas, relinchos inquietos y trotes en círculo de la manada obedecían más bien a su respuesta instintiva de bestial defensa contra la ancestral costumbre de sus dominadores de apresales la libertad cada doce lunas nuevas en un curro acotado, estrangulante, sin apenas comida en veinticuatro horas, mareantemente redondo. 

No confiaban en el hombre, no: les era ajeno, manipulador, interesado, impredecible y doloroso en sus juegos de poder. Quizá él, con toda la dentadura armada, resultase indemne aquel año y solamente tuviera que soportar la molestia de que media docena de jóvenes desaprensivos medio borrachos le tirasen del rabo, de las crines, de las orejas, se abalanzasen sobre él y lo tumbasen al suelo para raparlo o fotografiarlo sin el más mínimo respeto de su anatomía y de sus ojos medio cegados, pero no podría prever lo mismo para los nuevos ejemplares de la manada, los nacidos en las últimas camadas, los cuales seguramente recibirían en su tierna piel el beso de fuego de la indeleble marca humana. 

Notó entonces cómo un súbito y enorme peso se colgaba abrazándose con determinación fiera de su cuello. Trató de zafarse con pericia de veterano: trotando hacia delante e inmediatamente hacia atrás dentro de los límites del angustioso espacio del curro e irguiéndose sobre las dos patas traseras mientras alzaba las delanteras hacia el cielo, relinchando y bufando, intentando sacudirse al intruso. Pero aquel hombre no era un novato espontáneo salido de una verbena nocturna. Aquel hombre lo había esperado solo a él, pacientemente encaramado en lo alto de los troncos del círculo, lo había mirado fijamente a los ojos y le había revelado sin palabras: "Voy a por ti, mi montura". Se había dado cuenta mucho antes de  sentirlo en su lomo. Aquel hombre jamás lo hubiera domado en espacio abierto, donde poder galopar libre como el viento fresco llamado Troto por algo. Aquel hombre usaba las tretas aprendidas de su raza y poseía también el instinto cazador de los antiguos, el natural don del saber luchar cuerpo a cuerpo, sin miedo, aunque el del humano fuese mucho más débil que el del cuadrúpedo. Aquel hombre era un verdadero aloitador, un Centauro, por eso, tras el extenuante  forcejeo, se rindió con nobleza, como hiciera el primer caballo en la noche de los tiempos. 


Imagen: http://www.elcorreogallego.es/fotos/ecg/rapa-das-bestas-sabucedo/idGaleria-4732/idImagen-7/

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