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lunes, 10 de febrero de 2014

MÁSCARA DE SERIEDAD

Se veía demasiado mayor para andar con patochadas carnavaleras, disfraces, bromas o fiestas de similar pelaje que significasen la subversión de su cotidiana y circunspecta existencia, aseguraba firmemente todos los febreros cuando se acercaba la caótica época de las máscaras. Cierto que cada año, después de haber desdeñado las decrecientes invitaciones de sus alocados amigos a sumarse a la penúltima charanga disparatada, se acercaba discretamente a la ventana en la tarde del Mardi Gras y, tras los visillos translúcidos que correspondían a una viuda gris y respetable, comenzaba lentamente a hacer bailar el etéreo terrón de azúcar con la cucharilla del café y, junto a ella, las ideas. A cada giro, la bebida se hacía más dulce; y a cada pensamiento, la firme actitud se reblandecía como el tocino acaba siempre bañando la sartén que dora las deliciosas filloas. El año anterior había aguantado hasta las nueve de la noche, recordaba, pero en esta ocasión todavía no habían dado las ocho y media cuando una sombra ataviada con el viejo terno de su difunto esposo y tocada con sombrero de paño negro y bigotes postizos salía de su portal haciendo estallar el primer petardo de la noche. Mientras, las máscaras brillantes sonreían en el teatro estrellado del cielo. 





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