La ministra no lo dejaba ni respirar tranquilo. Se imponía a sus propias necesidades y convicciones de un modo omnipotente, autoritario y displicente, anulando su autoestima, su capacidad, sus esfuerzos incluso por complacerla. ¡Probo y, al tiempo, pobre funcionario y miserable inspector, apresado en mil caprichos femeninos emanados desde arriba sin más libre albedrío que el derecho a pataleta tras la instintiva sumisión! Cuánto daría por ser él quien la agarrase por aquel pelo de rata mojada, quien le mordiese la sonrisa vertical de santurrona y quien la hiciese aullar tantas veces como la loba que era... Y así se adormecía cada noche el subordinado, con vanas ensoñaciones hueras y otros propósitos de enmienda.
Pero la ministra, en una holganza de las suyas que exigió —como era habitual— presteza a su servidor, halló renuencia; y ante su propia ira desenfrenada encontró el férreo control ajeno. Y cuando la rabia la embargó y su espuma blanca borboteó clamando atención o incluso piedad, el siervo supo que su hora de vencerla era llegada. Así que enarboló el cetro que había conseguido por fin dominar, y atravesó de parte a parte a la ministra subyugada, marcando perezoso el ritmo hasta hacerla morir tantas veces como quiso. Y ella quedó, al cabo, muerta y muy satisfecha de su señor.
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