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jueves, 16 de enero de 2014

LEÓN Y TOLSTOI

León, recostado en el último asiento del postrero vagón del metro, miraba pasar muy rápido ante la ventanilla los enormes rascacielos del centro, ya en el tramo final de vía descubierta antes de llegar a la estación central. Comenzaba a oler, incluso a través del frío y las compuertas herméticamente cerradas, el magnético  aroma de los millones de blinis tostándose vuelta y vuelta sobre goterones de mantequilla fundida a aquella hora de la mañana en las sartenes y planchas de medio Moscú. Desgraciadamente, había pocas cafeterías donde los sirviesen, y menos posibilidades aún de hacerse con uno de aquellos suculentos desayunos robándoselo a alguno de sus confiados dueños. Pero tenía que intentarlo, pensó mientras se rascaba las orejas y gruñía por lo bajo a un crío que lo miraba desde el asiento de enfrente con insistencia y que no era quien lo había bautizado León.

Identificó el barullo atronador de la multitud en la enorme estación al abrirse las puertas y supo que había llegado a su destino. Sus tripas vacías y su agilidad lo hicieron salir el primero. Subió en las cómodas escaleras mecánicas junto a las almas miserables de los trabajadores y jefecillos intermedios, y pasó tranquilamente como siempre bajo el rodillo para salir a la zona comercial. 

Junto al cajero vio un maletín flanqueado por un par de botas de agudos tacones. Su instinto no le engañaba. La hembra sostenía un blini de carne aún intacto en su mano derecha mientras con la otra libre operaba en el teclado. Se abalanzó hacia ella de un salto y la tiró al suelo haciendo rodar también el manjar por la baldosa. Ya salía corriendo hacia la puerta con aquel entre los dientes cuando el hombre de la porra se plantó ante él y descargó el arma sobre su cabeza con todas sus fuerzas. Oyó al chico gritar:

—¡León! ¡León!, no, no le pegue, es mi perro.

—No mientas, chico. Este es un perro vagabundo y no puedo dejar que robe su comida a las personas en la estación —aseveró el vigilante.

—Yo le pagaré a la señora su blini, pero déjelo, por favor. Es un perro tan inteligente como un hombre, viene solo en el metro, pero está hambriento.

—Y tan ladrón como nosotros, ya veo. Llévatelo de aquí. 

Y los dos vagabundos, el chiquillo al que llamaban Tolstoi y el can que él había apodado León, se marcharon juntos al frío de la calle. 



Imagen de http://www.medioambiente.org/2013/04/los-inteligentes-perros-callejeros-de.html

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