Nació el quinto de seis hermanos. Casi muere de una neumonía a los seis años por querer cruzar descalzo una charca congelada y caerse al agua al romperse el hielo en el centro. Y todo, por una apuesta de media docena de cigarrillos rubios enteros, no colillas grandes que rebuscaba por doquier. Corría el año 1972 y por supuesto, jamás dejó de fumar. Incluso cuando todavía no tenía los dedos ásperos como el esparto, cogió siempre las truchas a mano, esperándolas con lascivia, las pantorrillas camufladas entre los helechos de agua dulce del río. Al agarrar cada una, nos miraba y se reía de la trucha, de nuestra cara atónita o de no sé qué. Nosotros lo venerábamos como a un héroe salido del papel de cómic de colores, con su brillante cinturón circundado de balas y rematado con enormes hebillas imposibles, con las perneras de los Lois tan anchos como los mismos batuxos del Miño, con aquellas camisas afiladas como su ingenio y abiertas hasta el tatuaje de "amor de madre". Era capaz de desmontar de arriba a abajo el motor de una segadora con una sola mano mientras con la otra le desabrochaba el sujetador a la hija del dueño de la máquina. Así ya no le cobraba al padre, je,je. Pero lo más alucinante es que este supermán doméstico, un buen día, hizo un par de cuadros con hilos de colores y puntas clavadas que los tensaban. Hoy sé, porque lo he leído, que eran topologías fractales, pura matemática espacial desarrollada a partir de los setenta, que nuestro tío, analfabeto, colgó en su cuarto o regaló a alguno de sus amigos.
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