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lunes, 11 de noviembre de 2013

MACBETH FALOIDES

Se había enamorado con cincuenta años, ¿qué coño le iba a hacer, si no dar rienda suelta a todos los deseos y malicias jamás practicados hasta ahora? Maxime siendo correspondido con tanto ardor por aquella frágil criatura de dedos hábiles y delicados, de lengua e inteligencia tan sibilinas como sedosas... Por ello, cuando entró en la casa de sus vecinos y olió cómo su anfitrión salteaba entre ajetes tiernos los boletus y russulas que había ido a recoger al monte aquella mañana, por un instante, su mente y entrepierna volvieron al fugaz encuentro matinal con la bella adúltera mientras la veía rendirle culto a su desaforado hongo, ungiéndolo de saliva y mimos. Pestañeó inhibiendo toda tentación y se centró en estrechar la mano aceitada del jefe de familia, en hacer entrega de la botella de tinto que portaba, en acariciar también con la diestra la cabeza de la pequeña que gateaba por el salón, y en apenas cruzar la mirada y un tímido "buenas noches" con la diosa de sus sueños, que respondió guiñándole el ojo derecho y sonriendo. Luego, como era habitual, se sacó la chaqueta, y entró con el marido a la cocina,  dispuesto a conversar entre tragos y retoques a la cena, y, por fin, determinado a salpicar el puñado de amanitas faloides que traía preparadas en un hatillo de papel de aluminio en el bolsillo del pantalón, en un momento de ausencia del cornudo. Y así fue.

A la noche siguiente, en cuanto comenzó a sentir los retortijones que le destrozaban el hígado, las náuseas que invadían su cuerpo y la debilidad inherente a su ánimo, supo que iba a morir como un idiota, víctima del hongo de la muerte que él mismo había cocinado, dejando como heredera universal a la hermosa embaucadora de la que jamás debió enamorarse.


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