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martes, 29 de octubre de 2013

POBREZA PAVOROSA

No quería meter el coche en su enorme garaje subterráneo. Sencillamente la amedrentaban aquellos sonidos claqueteantes e irregulares de las tuberías,  que iban subiendo de volumen en su asustada imaginación conforme caminaba abrazada solo a su bolso, o las pisadas mojadas que siempre acababa por vislumbrar, cabeza atrás, justo pegadas a su sombra en el momento mismo de abrirse la puerta del ascensor. 
Pero esa noche no le iba a quedar más remedio: había dado ya más de cinco vueltas desesperadas a su manzana, llovía a cántaros, no tenía paraguas y menos, botas de agua para saltar los charcos como negros océanos que el diluvio estaba generando. Paró ante el portalón de su edificio, buscó el mando electrónico en la guantera, apuntó y apretó el botón nerviosamente hasta que el sonido chirriante de la cadena oxidada de la verja le indicó que podía parar de apretar, que el automatismo funcionaba. Mañana mismo hablaría con el presidente de la comunidad de vecinos: todos estaban hartos de esa inquietante estridencia que les destrozaba el sueño, pero jamás se decidían a arreglarla. Esperó en tensión, hasta que vio cerrarse la puerta sin imprevistos por el retrovisor, para descender por la rampa en espiral dos pisos; luego enderezó la marcha y guió el utilitario despacio hasta su plaza, la más lejana al ascensor. Hacía una semana por lo menos que no la usaba, y en cierto modo se alegró de aprovechar el altísimo valor que aún estaba pagando al banco por su hipoteca.
Las luces del aparcamiento ya se había encendido al cruzar el vehículo bajo la célula fotoeléctrica, tardarían dos minutos en volver a apagarse, así que debía darse prisa en recoger la cazadora, la carpeta con los balances de esos pesados de clientes de hoy para revisar en la cama —mierda, otro día más sin haber ido a recoger a la óptica el par de lentes de cerca; tendría que subir las de la guantera... debían de estar por aquí... a ver... efectivamente—, las gafas, pues,  y el sombrero. Listo. Dio un portazo y pulsó el botón de cierre. Los cuatro intermitentes emitieron un mortecino destello.
¿Por qué había pensado en el adjetivo mortecino? No le gustaba, ni tampoco cómo sonaban sus pisadas en aquel suelo embaldosado del parking, y menos con los zapatos altos de tacón. En todas las películas de miedo resonaban igual antes de que pasase algo, algo... terrible. 
En ese instante se apagaron todas las luces, salvo los pilotos de seguridad.  Las tuberías, sibilantes hoy, jaleaban los latidos de su corazón encogido. Se quedó paralizada en mitad de aquella nada turbia e hizo un esfuerzo sobrehumano por avanzar, por seguir oyendo sus pisadas, pero solo las suyas, nada más que las suyas. Y es ahora escuchaba otras, bien claras, pero bien distintas: sonaba a zapatillas desfondadas que se arrastraban renqueantes, cuya suela vencida y deformada había soportado durante muchas décadas de miseria un peso inconmensurable, la gravidez de la pobreza, de la decadencia, hasta pudiera ser que de la podredumbre. Entonces corrió hasta el ascensor dejando su sombrero de fieltro caído en el suelo. Incrustó los dedos en el botón de llamada, aferrándose sus yemas también al interruptor eléctrico que devolvió claridad al inmenso parque casi desierto de vehículos. Solamente se atrevió a mirar cuando la puerta del elevador dejó, un segundo antes de cerrarse, una breve mirilla protectora. Ni rastro del sombrero.

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