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jueves, 24 de octubre de 2013

DEPORTE DEVOTO

En aquel mundo en el que el deporte era una marca registrada y la sangre se oxigenaba trasfundiéndola, nuestro pequeño héroe laureado en noventa y cuatro podios se sentía a sus anchas cual emperador de antiguas civilizaciones. El pueblo ciertamente lo adoraba, demostrándolo en las masivas audiencias televisivas de todas las mañanas de domingo sin faltar una sola, que desplazaban al segundo puesto en el ranking de prime time incluso al atávico ritual de la sagrada eucaristía y a su protagonista principal, ese tal Jesús, trepador de cruces, o algo parecido. Además, como en aquel cuento de su infancia, todo lo que él tocaba lo convertía en oro: viseras, gafas de sol, cascos —por no hablar de coches, claro—, que deslumbraban cegando a sus cientos de miles de seguidores postrados en el sofá o la barra del bar. Se ve que había descubierto la fórmula del éxito, oye, la Fórmula 1. Sin  embargo, había algo que no acertaba a comprender, de toda aquella aúrea de esplendor, el nano héroe: ¿qué les ofrecía él a los millones de pobres diablos desempleados y hambrientos que, afortunadamente, jamás tocaría ni conocería? Que supiera, nada. Ni siquiera había comprado finalmente aquel equipo vasco de ciclismo venido a menos, que tan buena publicidad le proporcionó unas semanas... Porque el otro, el barbas del madero, por lo menos les daba pan y vino, además de prometerles la milonga esa de la vida eterna... Mira que si iba a ser él el verdadero dios...

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