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miércoles, 23 de octubre de 2013

GENES TRUCADOS

Concha me contó desconsolada aquella misma mañana de la operación que había tenido un sueño desgarrador: que el hijo de su tía había matado a esta y, escondido de la justicia en una oscura cueva, le pedía ayuda a ella misma, su prima, para eximir la culpa. Describía Concha, crispada todavía, la impotencia que sentía al conocer el terrible e inexplicable asesinato, así como la sorpresa de que la eligiera a ella para confesarle el crimen y compartirlo, de alguna manera. No cesaba de relatar con pelos y señales como yacía su tía fatalmente ensangrentada en el suelo por múltiples heridas de arma blanca, desvalida de cualquier remedio posible.
Yo la escuché detenidamente todo el tiempo que duró la sentida narración de su ensoñación, trufada de profundas respiraciones, que fue prácticamente el mismo que el médico de mi hermana tardó en operarla. Le recordé a Concha que, en la realidad, quien había matado impune y gratuitamente a su tía —también mi tía-abuela—, había sido el cáncer; sí, en su recreación onírica, un hijo maligno que su cuerpo enfermo había desarrollado. Y que esa ayuda basada en una extraña complicidad que el primo asesino le pedía para esconderse, seguramente respondía a la culpabilidad genética que toda madre siente de haberle pasado tal vez el mal familiar a sus hijos. En ese momento, mi hermana —y su hija— se estaba operando de lo mismo. 
A Concha no le convenció mucho mi razonamiento, pero creo firmemente que en su convulso sueño pedía perdón a su hija, y sufría, por quizá haberle donado genes trucados. En palabras, sin embargo, nunca supo como explicarlo y eso las distanció. 

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