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jueves, 5 de septiembre de 2013

MIAU

La primera gota de sangre salpicó al gato en la oronda cabeza, lo que le hizo erizar su pelo contra un enemigo que no alcanzó a vislumbrar. La segunda, caída a sus pies, atrajo al minino a lamerla, a enderezar el rabo y a salir de su habitual rincón de la siesta, bajo la mesa, entre las piernas de su amo. No oyó ningún bisbiseo de llamada para detenerlo en su camino hacia el balcón, ni tampoco  ningún otro ruido como la televisión o la radio o el pasar de hojas que distrajera al dueño de la casa. Saltó de la ventana del ático hasta llegar al tejado, pasó luego al contiguo, y así deambuló por varias cubiertas   hasta situarse justo en la de enfrente a su vivienda. Caminó unos diez pasos por el alero hasta alcanzar la escalera de incendios y se introdujo por la primera ventana del ático que encontró abierta. 
—Miau— dijo suavemente, y se quedó muy quieto, con el rabo levantado, frente a los sorprendidos vecinos  que a aquella hora estaban dormitando ante el aparato de televisor.
Al ver la gota de sangre, ellos se alarmaron, pero todavía se sintieron más intrigados cuando el felino se subió al alféizar mirando fijamente hacia el edificio de enfrente. Allá, al otro lado de la calle, en la sala de aquel piso que estaba a su misma altura, un hombre joven sangraba profusamente por su cuello. 
Cuando acudieron días después al hospital a visitarlo y el joven les preguntó cómo habían sabido de su accidente, con algo de reparo contestaron que, de casualidad, lo habían visto. También le llevaron unas galletas para el gato.

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