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lunes, 16 de septiembre de 2013

Esconder el arma para no ver el crimen

Rosa leía fragmentos recientemente filtrados del para todos previsible informe evacuado por los inspectores de la ONU sobre la acusación de que el dirigente de Siria había atacado con armas químicas a su propia población rebelde. «En concreto, las muestras médicas, químicas y medioambientales recogidas aportan pruebas claras y convincentes de que se han usado misiles tierra-tierra que contenían el agente nervioso sarín». Al tiempo, Rosa no podía dejar de recordar las imágenes mil y una vez emitidas por la televisión aquellos días de personas de cualquier edad y sexo —niños, también— tendidas en el suelo temblando, convulsionando, afectados sus nervios como caballos desbocados que siguen trotando vivos pero sometidos para siempre a la tiranía de aquel gas tóxico que respiraron un tiempo medido y meditado por sus torturadores. Rosa pensaba asimismo en los ojillos aviesos del secretario general de la ONU, un pelele que aseguraba en nombre de la paz internacional requisar, después de realizada la masacre, aquel tipo de armas jamás reconocidas por el tirano, además de atreverse a proclamar que los culpables no quedarían impunes. Y se preguntó entonces Rosa dónde había quedado aquella patética demostración de fuerza occidental iniciada por los yanquis, seguida apenas por ningún europeo y reconvertida ahora por arte de magia rusia en un sorpresivo triunfo consistente en esconder el arma del crimen en el cajón bajo llave para que así todos olvidemos a las víctimas, por esta vez, hasta el próximo calentón del sátrapa. Rosa se marchitó. 

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