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lunes, 23 de septiembre de 2013

CAMISAS DE ONCE VARAS

Quería concentrarse en la clase y en las funciones cognitivas que el Alzheimer y la vejez remataban por deteriorar inexorablemente, por eso se forzaba a escuchar al profesor reconduciendo una y otra vez sus pensamientos atados con cabo corto por la senda obligada, aunque su mente acabara siempre por fugarse hábil de aquella situación en la que se había introducido por voluntad propia, pero de la que ahora tanto se arrepentía. Sólo una oferta de empleo alternativo podía salvarlo. Era especialista en ponerse a sí mismo contra las cuerdas, como un Houdini aburrido de tranquilidad, y después escapar por sus propios medios sin permitirse pedir ayuda a nadie, puesto que él solito se había arriesgado a entrar en la boca del lobo. Y ahora, ese cánido rabioso era la parte más fea de la vida, o la más invisible, o la más trágica; o todo a la vez, dependía... Era la última realidad, la miseria humana a la que tendría que hacer frente para ganarse el pan, limpiándole el culo a la vejez y a sus viruelas, curándole las úlceras cavernosas y purulentas a su mismísimo miedo, amortajando el cadáver de su postrera ilusión ahogada...
Sonó el timbre del móvil y salió precipitadamente del aula de formación con el corazón encogido en el chaleco.
—¿Señor Ramírez?
—Yo mismo...
—Lo llamo de la empresa X. Lamentablemente no ha sido usted seleccionado en esta convocatoria de repartidor de pizza, no obstante esperamos poder contar con su interés en próximas...
Dejó de oír la voz al otro lado, colgó, y lentamente volvió horrorizado a su camisa de once varas. 

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