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martes, 6 de agosto de 2013

MUERTE AL ESTADO INÚTIL

Una pancarta amarilla asoma a la desangelada Plaza del Ayuntamiento por una avenida principal. Son las diez en punto de la mañana. Las personas que  portan en alto aquel grito estampado en una colcha de cama de 1,35 son mayoritariamente parejas jóvenes, de entre 25 y 35 años, que acaban de dejar a sus hijos en el colegio y ya no tienen hoy otra ocupación más que la que ha movido al ser humano desde los tiempos cavernarios en que seguramente éste alcanzó conciencia: procurar el sustento diario de sus familias. Solo que en la avanzada actualidad del siglo XXI, madres y padres no pueden agarrar el hacha de sílice para cobrarse una pieza salvaje o simplemente recolectar almejas en la arena de la playa durante la bajamar. Cierto que tampoco existen ya glaciaciones climáticas catastróficas, ni Tiranosaurus Rex  que devoren media tribu de un bocado, ni meteoritos a la vista que acechen y hagan extinguir especies enteras; sin embargo, ¿para qué ha valido todo el esfuerzo de siglos, todos los estados que se han erigido en protectores del bienestar cobrando impuestos? ¿Para que para todos esos padres que van entrando en la plaza el futuro sea tan incierto como para un cavernícola? ¿Para que el paso inmediato consista solamente en llevar a los niños al colegio a las nueve en punto, aunque sea agosto, porque si no van a la escuela, no harán ni una comida equilibrada al día? A los padres que portan la pancarta-colcha amarilla, el sistema no les deja trabajar para dar de comer a sus hijos, sólo les permite aceptar limosnas. El sistema no protege, no equilibra, no juzga con equidad, no distribuye la economía. Por eso, levantan en vilo una frase negra: ¡Muerte al Estado inútil!

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