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jueves, 29 de agosto de 2013

LA TIROLINA

Era divertido estar allí, observando cómo los críos se alineaban inquietos y medianamente ordenados para lanzarse sin parar, uno a uno, por la tirolina. Las vistas de aquel parque de Eirís recién estrenado por el ayuntamiento seguían siendo de las mejores de la ciudad —mirando al mar desde lo alto del montículo—, pese a que durante su infancia aquel lugar fuese un descampado de tantos. Eso sí, repleto de moras en verano, de lagartijas escondidas de infantes depredadores bajo las rocas abundantes, de cientos de historias imaginadas a la sombra de las románticas ruinas de una antiquísima casona abandonada —que la reforma había respetado en su exacto lugar—, de tantos recuerdos y escapadas allí para fumar, amar, besar o beber la vida novísima a sorbos profundos y apurados. Bajo aquel mismo espacio siempre lúdico discurrían las vías del tren en Casablanca, internadas en un túnel tan negro y excitante como la boca del mismo Averno, donde en algún momento, todos debimos aventurarnos como mínimo media hora de reloj para así perder el miedo, pero también la infancia.
Se levantó entonces dejando a un lado la novela que hacía rato no leía, y se dirigió entre taconeos seguros a la cola de la tirolina. Sin pensar en su falda corta, ni en sus medias de seda, ni en los niños y padres de éstos que la miraban sorprendidos, saltó agarrando entre las manos la cuerda y entre los muslos cruzados el precario sillín que la lanzó pendiente abajo, en busca, una vez más, del viento en la cara, del sol en los ojos, del vello erizado en las pantorrillas como cuando tenía diez años, de la ilusión... Cuando la tirolina la devolvió al presente y al punto de inicio, soltó una carcajada al ver la nutrida cola de cuarentones que ahora se apiñaban anhelantes, con las pupilas desbordadas de ilusión, también deseosos de recuperar la infancia perdida, por lo menos unos segundos.

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