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viernes, 30 de agosto de 2013

EL LOCUTOR Y EL TROMBO

Quiso decirle a aquella tía buenorra que estaba espatarrada en su cama que quién era, pero, por más que lo intentó, sólo logró emitir unos balbuceos inconexos que le sonaron a bebé baboso, a muchas noches de juerga en mitad de enormes lagunas de amnesia blanca, a genética malheredada de algún tatarabuelo lelo, a millones de cajetillas de tabaco apurado hasta el último suspiro, o a él qué coño sabía por qué le pasaba aquella mierda. Se levantó apartando como pudo a la jamona plácida, fue a mear al baño, se puso los vaqueros y una camiseta, la cazadora y salió a la calle, lejos del barrio, escapando de cualquier conversación incómoda. ¿Cuánto le duraría esta vez? Le habían dicho en el hospital hacía unos tres años que se trataba de una afasia de broca —¡joder, sonaba a un puto cerebro taladrado!— acompañada de alexia y agrafia —un completo, vamos—, sin poder tampoco leer o escribir, pero que podía comprender lo que oía. Y ahora también le estaba pasando lo mismo, pues escuchó y entendió perfectamente el nombre de la calle veinte veces repetido por aquel  semáforo parlanchín en verde. ¡Hostias!, esta vez, en serio, se prometía revisar su colesterol y su tensión... si es que se ponía bien. Seguro que se le había desprendido alguna placa de mierda acumulada en sus vasos sanguíneos y la cacho cabrona se había ido directa de vacaciones al cerebro, creía que era la parte izquierda la responsable del lenguaje... Menudo papelón para un locutor de radio... 
El locutor no llegó a cruzar a la otra acera, se cayó atravesado sobre las líneas blancas del paso de peatones. Su trombo había llegado con enormes maletas a sus capilares cerebrales y allí se había quedado atascado para siempre. 

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