Buscar este blog

martes, 25 de junio de 2013

PARVULITOS

Como yo repetí parvulitos, pues entré en el cole un año antes de tiempo, al segundo curso era toda una veterana de clase. Eso conllevaba nada menos que el honor de repartir los mandilones –nada de baby, que aún éramos muy castizos—todas las mañanas. Y me pregunto cómo sabía yo de quién era cada uno, puesto que, en primer lugar, sólo los distinguían tres colores de cuadritos (rosa, azul o verde, para indefinidos, sería este tono); en segundo lugar, sumábamos más de cuarenta criaturas por aula allá a comienzos de los setenta; y tercera y más importante cuestión, yo no sabía leer aún los nombres bordados en el bolsillo superior, que para eso iba allí todas las mañanas, ¿no? El caso es que, en un cuarto de hora, el amasijo aquel de fundas textiles guardadas en tropel cada tarde en el armario del fondo quedaba repartido y listo para mediar entre nuestra blanca inocencia y la suciedad del mundo que nos acechaba, una madre cualquiera dixit. Bueno, los mocos eran cosa inherente a nuestro ser. Los mocos...  Alguno, no es que los llevara perpetuamente secos y le crujieran cada vez que desincrustaba el pañuelo del bolsillo al que iba cosido como una cometa plegada, no, es que los mocos... Alguno los tenía adheridos a su cara como una segunda piel hirsuta y amarilloverdosa que lo hacían premonición  de los chinitos inmigrantes que invadirían las clases españolas veinte años después, en los noventa.  
Los mocos nos marcaron más que los relojes Casio y los bolis a juego de la comunión. Incluso más que el hecho de cursar parvulitos hasta dos veces. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario