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viernes, 14 de junio de 2013

GORE BANCARIO

In illo tempore —que dirían las viejas historias— en toda feria que se preciase de cualquier esquina del mundo, se presentaba indefectiblemente un señor que, sentado en un banco de la plaza atestada de comerciantes y clientes, a unos prestaba grano o ganado, a otros cambiaba moneda, y a todos servía para facilitar las relaciones de mercado que hacían medrar unas ciudades o desvanecerse otras. Eso sucedía en tiempos en que banco y mercado eran palabras escritas con minúscula. 
Mas las cosas fueron cambiando. El asiento que dio nombre a la que luego sería institución clave del dinero se convirtió en plaga de oficinas que hiperpoblaron las plazas de cualquier población de más de mil habitantes. Tan altos edificios ocuparon, que en algún momento dejaron de tomar contacto con el comercio de las ciudades y los ciudadanos donde se asentaban, y se centraron exclusivamente en el mercadeo entre bancos. Ornados por enormes mayúsculas que se vislumbraban a kilómetros a la redonda, crearon dinero que no existía realmente y por el que nadie estaba dispuesto a correr riesgos, vendieron futuros pluscuamperfectamente engañosos o concedieron préstamos llamados basura porque olían a podrido incluso antes de firmarlos. Claro, su burbuja estalló, mas el desastre no los arrastró a ellos, sino que antes al contrario, fueron parcheados con la sustancia de que están hechos, el capital contante y sonante que ganan los obreros. 
Esta historia no tiene fin, pero su penúltimo capítulo sigue la línea gore habitual. Con el dinero con el que los países han rescatado a sus bancos, éstos se permiten despedir a sus trabajadores en primera clase, o sea, con cuatro veces más indenmización de la legalmente establecida.

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