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lunes, 20 de mayo de 2013

SIN ABSOLUCIÓN


-Ave María Purísima.
-Sin pecado concebida. ¿Qué pecados tienes, hija?
-No, no tengo pecados. Es decir, no en cuanto a lo que a mí concierne. Quizás a usted le parecieran faltas punibles con necesidad de penitencia, pero yo ya estoy al margen de eso.
-Entonces... ¿ a qué vienes a confesar?
-Vengo a decirle que hace exactamente treinta años que no me confieso ni, por supuesto, comulgo, desde la última vez que en esta iglesia un cura como usted —o usted mismo, no sé— me negó la absolución.
-Sería un grave pecado, entiendo.
-Para mí fue el comienzo de una liberación, el albedrío de valorar yo misma mis actos, sin tener que dar cuenta ante ningún juez. Y no, no fue nada grave; fue lo más humano que vive una persona: dudar de la existencia de dios.
-Esa es la piedra angular de la fe.
-Aunque en aquel momento me hizo sentir como un ser abominable, sin perdón, ese cura me desenganchó de la iglesia. Luego me percaté de que nadie precisa evaluaciones continuas de bondad.
-Hija...
-Me voy, padre, y me voy en paz. Espero que quede usted en ella.

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