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viernes, 31 de mayo de 2013

PERRO DE PRESA

-¿Me vas a matar, hijo de puta, ahora me vas a matar?
Apenas armado con el palo de una bandera roja que blandía nervioso hacia su cabeza, aquel oponente enmascarado con capucha y braga polar que había arrinconado contra los contenedores en llamas le recordaba un poco a su primo menor, un muchacho frágil, retraído, siempre dispuesto a obedecer antes que a plantar cara o tomar la iniciativa, salvo que se le tocaran mucho los cojones, cosa que los primos mayores solían hacer en demasía. Detrás del escudo de policarbonato transparente, invulnerable, aunque ahora multisalpicado de yemas de huevo estampadas, rascazos de piedras volantes o boloides de barro fresco, el antidisturbios trataba de contener la ira que le provocaban, más que aquellos infelices paisanos montando follón y barricadas contra los recortes de los derechos laborales de todos —los suyos incluidos—, la jodienda de no poder segiuir metiéndose coca y alcohol, calentito, dentro del furgón-lechera, como les permitían cada vez que iban a una manifa de alto riesgo. Allí dentro no había antisistemas, ni mineros, ni estudiantes, ni las putas madres de unos o de otros. Allí solo estaban ellos, los compañeros, quince o así, agazapados juntos en tres metros cuadrados de colegueo, de amistad pura... bebiendo, fumando, olvidando lo que hay fuera.  Encerrados también como canes de presa antes de una pelea a muerte, porque había que salir a dar leña, a repartir hostias en vinagre, o en seco, joder. Como otras muchas veces, el policía optó por no pensar más y dejarse llevar por la cólera que sentía.
-Sí, hijo de puta, te voy a matar.
Tras su sarta de porrazos más contundentes, su falso primo ya no volvió a gritar. Menos mal, le estaba rompiendo la cabeza encasquetada.

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