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martes, 1 de julio de 2014

LA CHARCA

Estaba allí fuera. Por las noches sonaba al croar de ranas excitadas en el verano caliente de agosto y olía al silencio húmedo de hierbajos verdes que, frondosos, escondían misteriosas criaturas latentes: las arañas de patas etéreas, las culebrillas felices de regodearse en el barro... Las imaginaba a todas ellas, de refilón, haciendo fiestas continuas, saraos acuíferos a los que yo —niña y terrestre— jamás podría ni querría acudir, mucho menos con la grima con que aquellos seres blandos se me presentaban en sueños temerosos. No obstante, de día echaba de menos sus discretos apareceres espontáneos y sorpresivos, en especial cuando tenía que saltar de piedra en piedra al cruzarla para seguir el camino con mis campings rojos nuevos. Jamás supe cuan profunda era, cuántos metros bajo el nivel de las aguas escondía aquella lámina de plata que un día lejano de invierno helado me contaron que había querido tragarse a mi tío cuando apenas contaba tres años y quiso cruzar a pie aquel océano crujiente frente a su casa, nuestra casa, la casa de todas nuestras infancias. Ella, como sus pequeñas congéneres cristalizadas, dotaba al silencio del frío Friol de un tono inconfundible, como el acento de sus habitantes. Jamás he vuelto a escuchar un silencio tan familiar. 

Estaba allí fuera. Pero ya no existe. Alguien por algún motivo secó la charca que identificaba el lugar, que atravesaba la carretera de lado a lado y que avisaba sutilmente de que uno estaba muy cerca del corazón del río de las grandes truchas, el Narla. También logró atravesar todos mis recuerdos hasta llegar a hoy, humedeciendo mis ojos con sus tibias aguas madre. 





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