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viernes, 6 de junio de 2014

MEA CULPA, O DEL POLLITO

El pollito no se dejaba dibujar. Tuvo que ser eso. Y era extraño porque la niña de ocho años, sin tener un don gráfico sobresaliente, sí pintaba con cierta gracia, capacidad mimética y pulcritud de formas. 

Por muchas veces que había vuelto a recordar aquel intrascendente suceso de su lejana infancia, jamás pudo comprender qué le podía haber sucedido. Doña Mari, la profe empingorotada pero amable especialmente con las alumnas que aprobaban con nota, le mandó repetirlo, estaba mal. Ella, que solía hacer todo bien a la primera, por algo se afanaba tanto en sus deberes escolares como en sus obligaciones de hija modélica, tuvo que escuchar cómo la "seño" no lo aprobaba. Así que repitió el dibujo del pollo; y no fue una, sino tal número de  veces seguidas, que el papel de la primorosa libreta se acabó rompiendo a fuerza de restregarle la goma Milán y de recoger las infantiles lágrimas de incomprensión. Ella no le veía al diseño de ese día diferencia respecto a otros muchos trabajos suyos que habían logrado la aprobación y aún la felicitación de la maestra. La técnica era la misma, así que, ¿por qué el resultado resultaba tan humillante? ¿No sabía dibujar o, más bien, había desaprendido a dibujar? Recordaba la terrible mañana de frustración como quien quiere apartar de sí un problema de cálculo irresoluble y lo único que la calmaba muchas décadas de vida después al pensar en ello, era el candoroso intento de su hermana mayor —que apenas alcanzó nunca a garabatear— por ayudarla. 

Era el pollito, que no se dejaba dibujar. Eso tenía que ser, ya que aquella maestra tan seria jamás podría haberle hecho tanto daño adrede. 





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