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miércoles, 28 de mayo de 2014

GALLO DE MOS

El gallo de trapo, subido al palo más alto, observaba el bullicio de la feria. Era su primer mercado, solo dos días después de haber nacido en el taller de la artesana María, así que lo desconocía casi todo del mundo. Bueno, sabía bien quién era él: un muñeco de tela que honraba a las famosas gallinas de Mos asemejándolas; un miembro único e irrepetible de una creciente familia artesanal que se inspiraba en la natural diversidad zoológica; una marioneta singular aguardando que los dedos y la imaginación de un niño diesen alegría a su hueco interior... "¡Ay! —suspiraba notando los grandes ojos abiertos de los pequeñuelos que querían tocarlo y comprarlo— ¿Cuál de ellos me llevará para su casa y me querrá para siempre?"

Sin embargo, los padres tiraban de sus hijos hacia el puesto de al lado, donde colgaba un gran cartel con dos signos: "1 €". Debajo descubrió con sorpresa una pila enorme de gallitos de una raza desconocida —"de granja", al parecer— y que tenían todos idénticos ojos llenos de tristeza. Un pollo cercano a él le explicó en voz temerosa que, en su país de origen, son justamente niños tristes los artesanos explotados que los confeccionan durante larguísimas jornadas de trabajo obrigatorio, en talleres raquíticos, mal iluminados, y por tan miserable salario, que así las empresas los pueden vender aquí, en lo que llamó el Primer Mundo, casi tirados de precio. La tristeza era, pues, la firma imborrable de los ojos de aquellos inocentes. 

El gallito de trapo sintió tanta ira, que quiso comprar diez pollos de granja con los diez euros que él mismo costaba para liberar a los bichos y a aquellos niños presos, pero su artesana María le dijo algo que lo hizo reflexionar un buen rato hasta comprenderlo: "Cuantos más compres, más los condenarás". Entonces, cacareó por boca de su amigo Pablo, que acababa de adquirirlo, el kikirikí más estruendoso que pudo, y que llegó con el viento hasta el mismísimo centro de Mos. 




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