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martes, 15 de abril de 2014

HUEVOS FORMIGOS

—Carmela, despierta—oyó decir bajito a su abuela la mañana del Viernes Santo—, nos vamos de misa. 

Al primer instante quiso replicarle que prefería dormir, mas la aventura de compartir un pedacito de mañana del mundo que bebía a sorbos largos su vital yaya, la animó enseguida y saltó dentro de las zapatillas. 

El suelo de la diminuta ermita de As Camoiras era de piedra basta, pulido solo por los miles de pares de rodillas que, a lo largo de los siglos, pero como las suyas desde hace más de tres cuartos de hora largos, se hincaban incrustadas y tumefactas aguardando la liberación transustanciada en las ansiadas palabras mágicas del sacerdote que no acababa de pronunciar. Es que el lampiño religioso oficiante, el mismo en toda la amplia comarca, llevaba una ajetreada vida litúrgica, social y secretamente amorosa entre las beatas místicas y jóvenes de la zona, tal como había deducido de los susurros y risitas expresados con misterio por su abuela y las amigas de esta. Así pues, la voz alcoholizada del pecador de dios se le quebraba en el púlpito, como el fervor hacía lo propio en un reclinatorio de la primera fila en el que sedía la regordeta hija del alcalde. Y todo ello explicaba que el curita se atascase una y otra vez en el Prendimiento y en la Traición de Judas como en un bucle de treinta veces treinta monedas de plata, del que muchos feligreses comenzaron a evadirse irguiéndose y estirando por fin las doloridas piernas. Cuando tres cuartas partes de la parroquia —ellos atrás y ellas delante— abortaron la genuflexión colectiva con rostros de fastidio, el monaguillo pelirrojo le dio tan sutil codazo al sacerdote, que lo hizo automáticamente pronunciar el tan aguardado "Oremos". Su abuela y comandita se deshacían en saltitos de hipo con la risa. 

Carmela era feliz porque, tras el sacrificio misal, comenzaba la verdadera Semana Santa que añoraba: los corrillos en el atrio de la iglesia, los cafés con torrijas pecadoras en Casa Madalena, las prohibiciones siempre amenazantes pero siempre transgredidas, las blasfemias de cada día dichas en voz más baja y seguidas de un chssssss de amonestación, o los ricos y dulces huevos formigos hechos de yemas revueltas con pan frito y azúcar... En fin, la vida que estallaba como la carcajada de su abuela resucitaba aún más fuerte cuanto más crecía la imposición de silencio. 


Imagen: http://canalcocina.es/receta/formigos

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