Cuando entregaron las cartas de despido a todos los compañeros, el líder del hotel sintió una corriente eléctrica en su columna vertebral que le hizo levantar la cabeza por encima de todos para gritar:
—¿Y ahora, qué? ¿Nos vamos a ir para casa como corderos degollados?
Algunos lo miraron con ojos vidriosos, como si su cerebro no sirviese más que para ser atravesado por un cuchillo de cocina, pero otros enseguida comprendieron que había llegado el momento de poner las neuronas a hervir para intentar salvar su futuro laboral o, por lo menos, su dignidad. Para empezar, tomaron el edificio hostelero que había sido su centro de trabajo y le colgaron pancartas que gritaban las verdades que estaban sucediendo dentro. Después, como no podía ser de otra manera, llevaron a la calle ensordecida y enmudecida cánticos de justicia que se cuestionaban de qué viviría una población turística si no podía ya alojar turistas. Así durante muchos días hasta que se les secaron las voces y las oportunidades. El pueblo oía y veía aquellas inusitadas manifestaciones como muerto, como en Walking Dead los zombies rodean con hambre y envidia a los escasos vivos, a los únicos que piensan, a los pocos que sienten lo que es suyo y luchan por ello.
Si el gremio de este cuento hubiese sido el pesquero, el líder no hubiese esperado al despido, no. Se habría liado la red a la cabeza cuando les comunicaron las cuotas de xarda y de jurel, y se habría plantado con su tripulación delante de los políticos pichafrías y meretrices de despacho para echarles en cara que no defienden a sus marineros como los vascos. Y habrían recibido hostias, patadas o mordiscos hasta en el carné de identidad —especialmente en el carné de identidad— por parte de los zombies profesionales que llevan escudo, casco y porras.
La única moraleja de este relato consiste en saber si estás vivo o muerto, nada más.
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