Lloviese lo que lloviese, la raya de su monte no se borraría jamás. Aunque todas las gotas de suero bajasen por sus venas propulsadas por la gravedad como kamikazes dispuestos a ahogar sus pulsiones eróticas, ella seguía deseando a su hombre como si fuera el primer revolcón. Cierto que hacía ya décadas que habían optado por separar sus miserias nocturnas en camas y habitaciones distintas, mas cuando sentía los octogenarios y desnudos pies crujir seguros sobre la madera pulida del pasillo, las manos sabias girar con cuidado el pomo bien aceitado de la puerta, y el peso de su eterno compañero parapetándola del jodido mundo, entonces, juntos, volvían siempre a ser aquellos adolescentes amándose a borbotones sobre los surcos del maíz espigado. Una y otra vez en perpetuo movimiento.
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