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jueves, 23 de enero de 2014

EL OLOR DE LA PENA

Al atravesar el portal, el policía local pudo detectar débilmente el tufo de la muerte.  Crujían al subir las escaleras que llevaban hasta el tercer piso de aquel edificio vetusto, olvidado de la actualidad, con su primoroso y retorcido pasamanos modernista. Intuía las imágenes que iba a presenciar, tenía millones como aquella ya grabadas en la retina: un viejo cualquiera, sentado en su retrete o colgando bajo la lámpara, al que la vida adelantó sin miramientos ni intermitente, empujándolo a una cuneta negra desierta de familiares o amigos. Nadie lo echaría en falta hasta que la química orgánica se dignase a proclamar su pestilencia. Todas las muertes eran parecidas, salvo en el olor. En esta casa notaba el agente un dulzor desazonado, quizá fruto de algún antiguo desengaño amoroso o vital —pues el amor y la vida huelen similar—, que se mezclaba con vaharadas de eucalipto y muchas profundas aspiraciones pulmonares de tabaco rubio. Pero, fundamentalmente, por encima del efluvio de la descomposición de un cuerpo medicado por los achaques, se palpaba el hedor rancio de la soledad y la pena: el anhelo de una palabra amiga adherido a los cristales de la sala que daban a la calle, el aire salobre de las lágrimas vertidas sobre el pijama bajado, y el sudor seco en el esfuerzo del anciano por correrse por última vez y olvidar que habían pasado cincuenta años desde que ella lo mirara con deseo.

El policía local le subió los pantalones antes de cargarlo en la camilla.




Imagen modificada de http://luisanguillen.blogspot.com.es



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