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lunes, 30 de diciembre de 2013

MORIR O CAMBIAR DE VIDA

En el pueblo más alto de Las Cumbres, todos los mayores de veinte años habían muerto por lo menos una vez en la carretera, despeñándose con su coche o motocicleta barranco abajo en alguna de las incontables curvas espirales. Las cruces del cementerio de los que nunca volvieron llevaban su nombre, el año de la defunción y el punto de altitud en que se produjo el deceso: 867, 723, 944 metros, nunca la cima, claro... Aunque era en la taberna de Pepe Saco donde los turistas podían conocer en persona a los parroquianos que habían vivido más vidas: hasta siete contaba el viejo alcalde, seguramente elegido edil por su experiencia existencial. En ese reiniciado período, aquel flacucho vejete con pata de palo y siempre la misma o distinta taza de tintorro peleón en la palma de la mano había sido mecánico, después protésico dental, asceta motero, cantor de aturuxos, tratante de ganado, adivinador de lotería y vendedor de pulpo; se había casado solo cuatro veces porque en tres ocasiones lo rechazaron sus pretendidas, y había concebido tres hijos a los que bautizó como Segundo, Quinto y Sexta según el retazo de vida en que fueron naciendo. A la pregunta de los curiosos de cómo aquello era posible, de si en realidad había muerto o únicamente cambiado de vida, el viejo siempre se les quedaba mirando divertido y preguntaba: "¿Sobrevivir para seguir haciendo lo mismo? Eso es eternidad, señora, no es vida. Muere quien queda varado".

Los vecinos del valle habían oído aquellas historias una y mil veces, por lo que ya no les prestaban demasiado interés, pero aseguraban que un famoso director de Bolywood estrenaría una película sobre Las Cumbres el año próximo.



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