El cestero iba pasando los mimbres mojados con fuerza y habilidad entre los cuatro haces básicos que conformaban la nueva pieza. Esta iba a ser —lo veía en su imaginación— una cesta grande, resistente como para cargar con por lo menos cinco kilos de patatas viejas, o de castañas secas, o de cebollas salidas, o de mazurcas reinas como aquellas que coleccionaban las chiquillas más coquetas en su infancia, con un asa de vara gruesa curvada, diametralmente atravesada de lado a lado a fin de empuñar el mundo como el cestero lo había hecho siempre: con la boina calada, la mirada directa, el pitillo apagado reposando en los labios bajo el bigote serio y las manos de labrador morenas, agrietadas y sabias. Tan sabias, que cuando la mente del abuelo cestero ya se había rendido hacía meses y retirado al refugio de la inconsciencia senil, ellas continuaron hasta el último día trenzando los mimbres invisibles de la vida.
Imagen de Jose Rolando Palacios Barnuevo.
Me encantaron las manos trabajadoras y diestras el viejo senil...Saludos
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