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viernes, 15 de noviembre de 2013

IOLANDA, LA FUERZA DE UN TIFÓN

No recuerdo si se llamaba Iolanda, pero debería haberse llamado Iolanda, bien por la canción, eternamente..., o por el tifón, súbito. Apareció en una curva, de día, haciendo autostop solo con el bolso al hombro. No era turista, aunque sí extranjera; y no estaba de paso por la Costa, sino que vivía en el pueblo donde la recogí, por eso necesitaba llegar al siguiente en veinte minutos para entrar a trabajar de tarde como cocinera en un mesón. Tenía los ojos azules limpios de maldad, como el aire mágico de Lisboa, quizá por ello confiaba su suerte a cualquier carta al azar, como cualquier conductor dispuesto a pararle, pero sus dientes lucían oscuros por el trote del caballo en sus venas jóvenes, de no más de veinticinco años de viajes sin destino. Seguramente en dos de aquellas galopadas se había traído de vuelta el par de críos que me dijo que atendía, no entendí muy bien cómo y tampoco pregunté mucho más, pero apuesto que sola, haciendo de padre, madre y hermana mayor. En quince minutos me contó toda una vida y aún le sobraron cinco para interesarse por mi procedencia y recomendarme con firmeza el mesón donde la explotaban por bastante menos sueldo del que le un día le prometieron. Se quejaba, mas seguía adelante. Le deseé suerte y apreté su mano al despedirme. ¿O fue ella quien apretó? Hay personas a las que les sobra vida.

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