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lunes, 7 de octubre de 2013

POUR LA FRIVOLITÉ

A escasos quince metros del lugar más glamuroso del mundo en la más glamurosa ciudad del orbe —a saber, el Moulin Rouge y París, bien sûr— se halla otro punto álgido de la efusividad festiva, eternamente patrimonio de la juventud. Este último y espontáneo enclave, urbano, al aire libre y por tanto gratis, que ningún descubridor de la cité de la lumiére debería perderse en su deambular nocturno, provoca tan histéricos gritos de delirio en el público asistente y en los oficiantes de este nuevo rito cancaniano, que no me cabe la menor duda de que Toulouse-Lautrec se decantaría en la actualidad por frecuentarlo y pintarlo cada soirée antes de entrar en su querido y añejo cabaret de enfrente.
Si dentro se dan cita desde 1889 las pantorrillas mejor entrenadas al ritmo del airear de plumas, paillettes y strass, fuera, las adolescentes humildes o aburguesadas, parisinas o extranjeras pero  maliciosas como el cancán que jamás subirán a un escenario, sí ascienden sin pensarlo una vez y otra vez a la rejilla del metro para que aquella bocanada perenne y potente les eleve las faldas y el ego hasta el cielo mientras llueven flashes. Y sueñan que son marilynes despojadas de cualquier inhibición mundana, que son diosas inocentes engendradas en el vértice de la velocidad de la luz, que son viajeras empujadas por el ariete del viento de cara a la eternidad. Y es que  realmente son la esencia misma de la juventud que todos conservamos en un rincón cuando llega nuestro alarde de locura, y es que estamos en la ciudad de la libertad y todos queremos probar su sabor aunque nuestra adolescencia gaste vintage. Un brindis por la frivolidad que nos desata.

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