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miércoles, 10 de julio de 2013

LA VERDADERA MINA

Habíase una vez un viejo reino del fin del mundo que había tenido oro en sus entrañas en algún momento de su luenga historia. Por ello, cuando el imperio más poderoso del orbe conocido se fijó en él, no tuvo reparo alguno  en destrozar sus otrora fuertes montañas y en desviar sus caudalosos y abundantes ríos hacia ellas para hacer brotar la codiciada veta amarilla sin más esfuerzo que el de los esclavos. Cada era cíclica de la existencia de aquel rico territorio norteño del oeste estaba fatídicamente marcada por una similar intromisión de extraños individuos que ansiaban calmar su fiebre aúrea descoyuntando verdes colinas y ensuciando las corrientes de agua. En otras ocasiones y siempre con el objetivo de enriquecer las arcas de los poderosos foráneos, una marea negra de combustible era derramada en las proximidades del litoral de aquel finisterre, de manera que cualquier forma de vida existente en muchos kilómetros a la redonda perecía sin remedio, eso sí, para después volver a regenerarse cual Ave Fénix gracias a la energía telúrica de aquella mágica región. Y así sucedía indefectiblemente cada doscientos años o menos sin que ni los pobladores, ni los gobernantes, ni los invasores de la fértil tierra se plantease nunca jamás aprovechar los resucitados  ríos, montañas y costa, los cuales portaban en su interior la verdadera mina de posibilidades para mucha más gente que las inciertas toneladas de oro que benefician a los cuatro ricos de siempre.

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