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martes, 16 de julio de 2013

EL PERRO DEL HORTELANO. VERSIÓN ACTUAL

Dositeo despertó en la cama del hospital, dolorido por las mazaduras de los muchos golpes recibidos, especialmente en la cabeza y el pecho, pero indeciso y, sobre  todo, amedrentado. Mejor dejar el cuento ahí, no vaya a ser el demonio... Aunque en verdad le retorcía las tripas haber dejado pasar el sol por delante de su puerta sin percatarse.
Aquel día había llamado al timbre poco después de las cinco, mientras tomaba el café y entreveía online el decisivo capítulo de Homeland, medio dormitando. Secándose la babilla siestera, se había levantado renqueando  de muy mala gana y había ido a abrir la puerta. Los trinos de los pajarillos en la marisma aumentaron su intensidad. Un muchacho de unos treinta años estaba plantado bajo el umbral con una carpeta en la mano, así que lo primero que se le había venido a la mente había sido: No compro nada, lo siento. Pero el joven le aclaró que nada de ventas, que quería proponerle un negocio suculento para ambos y que si le dejaba entrar unos minutos.  Dositeo carraspeó entonces y volvió a mirar al hombre de arriba a abajo por cuarta vez.
Ya dentro, Dositeo escuchó cómo aquel desconocido le planteaba utilizar su finca junto a la playa de dos mil metros cuadrados, prácticamente abandonada al arbitrio selvático de la naturaleza, para abrir un aparcamiento de coches que el chaval recepcionaría ocho horas al día todo el verano por un porcentaje del 60% en las ganancias. Él mismo se encargaría de desbrozar la maleza acumulada durante décadas, así que el negocio no tenía ninguna inversión y todo ganancias. ¿Qué decía Dositeo?
Y Dositeo no sólo dijo no, sino que le cerró la puerta en las narices al avispado desconocido, le llamó la de diosescristo cuando lo vio alejarse de su casa sorprendido por la reacción, y lo denunció meses después a los inspectores de Hacienda por trabajar en negro cuando con su vecino de enfrente montó el brillante parking con el que ambos se estaban forrando. 
Ahora, postrado en la cama por una paliza que sabía perfectamente quien se la había dado y que se merecía íntegramente, su envidia lo aguijoneaba para seguir pleiteando. Hostias, era como el perro del hortelano, ni jodía ni dejaba joder.

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