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miércoles, 31 de julio de 2013

EL BOSQUE DE LOS SUICIDIOS

Ella me dijo que yo no valía para ese trabajo. Inmediatamente se desmoronaron todos los andamios que trataban de apuntalar el edificio de mi autoconvencimiento. Ni siquiera el acuciante panorama de pobreza económica que me sobrevendría en apenas dos meses lograba inclinar la balanza hacia la opción de aceptar aquella tétrica opción laboral que alguien me había propuesto como último recurso y que hace horas valoraba como posible o incluso probable.
Ella me dijo siempre que yo nunca le había visto el culo a la mona, lo cual era una forma muy gráfica de mostrar su desprecio por las personas que, como yo, jamás se habían atrevido a mucho más en la vida que a buscarse sus propias castañas, eso sí, con guantes de acero para no chamuscarse las uñas. Mucho menos a entregar su tiempo y esfuerzo a las miserias de otros seres humanos. 
Por ello, al final y seguramente por llevarle la contraria, acepté el temido empleo de recoger cadáveres de personas suicidadas en el bosque Aokigahara. Lo que nunca me imaginé es que la primera muerta que iba a encontrar fuese ella, mi propia esposa, deshonrada por mi profesión.

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