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martes, 18 de junio de 2013

CRISTINA STARK

El pueblo quería su cabeza. Una cabeza que en su sueño veía extrañamente roja —como la de Sansa de la serie que adoraba— avanzar desesperada por los corredores del palacio desierto de sus entretelas y desdichas: Pedralbes. Subió a duras penas a la torre, escuchando ya el estruendoso rugir de la plebe draconiana, insaciable toda vez que había saboreado la aristocrática carne. Allá abajo, en el centro de la plaza, clavada en la picota, lucía como si estuviera aún viva la testa de su amado duque: su cabellera dorada, orlada por el blanco mechón surgido por las preocupantes querellas de los meses recientes, refulgía por última vez para ella al caer la tarde. Un letrero colgaba de su cuello cortado: Joffrey Ignacio—leyó algo sorprendida. ¡Qué hombre! Su amor tardío pero inagotable, el que había dado sentido y energía a una tediosa rutina real poblada de novelas rosa, justas caballerescas, jornadas en La Caixa o rollos de primavera solterona. Un gigante apolíneo que la había colmado de hijos y envidias... Una y mil veces hubiera hecho por él todo cuanto hizo... ¿Qué podía reprocharle? ¿Ambición? ¿Acaso es hombre quien de ella carece? ¿Intrigas económicas? ¿No son estas el acicate de su estirpe?
La mano de lla justicia, no obstante, tentaba ahora su cuello y apretaba cada vez más las garras. Pedía informes y hurgaba en su hacienda o costumbres, vilmente, obviando que ella era hija de lobos huargo y podía matar de un zarpazo a voluntad.
La grávida puerta de roble cedió como el himen de una doncella ansiosa, y la punta del ariete penetró en la estancia. Mas quien entró detrás no fue el temido populacho ensangrentado, sino un galante Sandor Clegane —¿el perro de Juego de Tronos!— que, envainando la espada, hizo resonar en la torre dulces nuevas:
—Sois libre, Cristina Stark.
Entonces despertó.

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