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viernes, 21 de marzo de 2014

LA SAMARITANA

Cuando la vio entrar, la reconoció enseguida, a pesar de la discreción de las gafas de sol. Era, sin duda, la vecina del ático, lo que le extrañó, pues no sabía muy bien por qué, había supuesto que aquella mujer joven, rodeada siempre por sus tres hijos pequeños de apenas un año de diferencia entre ellos, era funcionaria o algo así. Nunca la había visto con pareja y, según afirmaba la actual presidenta de la comunidad —bastante cotilla—, estaba divorciada de un político local de primera fila. En fin, eso a ella no le importaba en absoluto, aunque cuando le tocara el turno de recoger el lote de alimentos que repartía en nombre de la Cruz Roja, la trataría como a uno más —bueno, quizá añadiría unas chocolatinas para los peques—, sin aludir a su vecindad, pues era consciente de que muchas de aquellas personas necesitadas preferían el anonimato. 

Diez minutos después, cuando trató de localizarla en la cola, ya no pudo encontrarla. Se había marchado, seguramente al reconocerla. Ahora entendía por qué la ong les pedía que se trasladasen a un ayuntamiento distinto del que habitaban para colaborar en su acción social. "Es más fácil pedir a quien no conoces". Con todo, se comprometió mentalmente a hacer algo por ayudar a su vecina, ahora que conocía su terrible secreto. 

Al día siguiente bajó al parque a media mañana, donde la había visto en alguna ocasión jugando con el más pequeño y leyendo algún libro. Claro, por eso tenía tiempo de leer al aire libre, estaba en paro. Portando en sus brazos, refulgente al sol, una olla a presión repleta de una todavía caliente fabada que haría las delicias de aquella pobre familia, se sentó en el banco de enfrente, sin atreverse a mirar a los ojos a la joven, y colocó el recipiente sobre el asiento. No había mucha gente a aquella hora en el lugar, pero prontó notó las miradas de transeúntes y comerciantes de alrededor clavadas en la escena absurda que representaban allí las dos: ella y la olla. De pronto, fue consciente de lo que debían de estar suponiendo equivocadamente. El rubor encendió su rostro y no pudo sentir más que vergüenza y azoramiento. Cogió de nuevo el bulto por las asas, se irguió del banco y en tres pasos rápidos se plantó delante de la vecina. Esta, sin darle tiempo a abrir la boca y sin dirigirle la mirada, se levantó, recogió su libro y a su hijo, y la dejó allí sola, con la olla en brazos. La buena samaritana acabó abandonando la suculenta dádiva en el parque, hasta que la policía local vino a llevársela alertada por asustados vecinos que sospecharon un ataque terrorista exprés en el barrio. 


Imagen: http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/7/72/Super_Cocotte_decor_SEB-MGR_Lyon-IMG_9918.jpg



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