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lunes, 8 de julio de 2013

EL EMPERADOR

-¿Y qué tal ayer sábado? ¿Salisteis?
-Tres horas después de lo previsto. Cuando llegamos a la fiesta, a las seis de la tarde, tuvimos que comer las sobras y ya no quedaba esa tarta de pera que tanto me gusta... pero, en fin...
-Sí, el que manda, manda.
-Pero, ¿cómo tardasteis tanto tiempo en salir?
-No, si no fue en salir, que de casa marchamos a las tres, pero es que para acomodarlo en el coche, la de dios es cristo, entre mi marido y yo, sudando la gota gorda a treinta grados a la sombra, porque se ponía tieso y azul como un poseído por el demonio y no había manera, chica. A gritos en plena calle, yo muerta de vergüenza... Y, claro, hubo que jurarle que íbamos al parque a tirar miguitas a las palomas... Cuando se percató el muy aguililla de que de parque nada, empezó a retorcerrse y consiguió zafarse de los correajes reforzados. Otra vez a berreos y nosotros, abochornadísimos, te imaginas. Total, que de verdad hubo que ir a dar de comer a las putas aves. Y nosotros, muertos de hambre hasta las cinco y media mirando a las palomas come que te come pan. El marqués, no, por supuesto; él se tomó su comida en cuanto le entró el gusanillo, entre baba y baba, descansado en su silla de ruedas. Así que en cuanto eructó y se quedó frito, aprovechamos la ocasión y lo llevamos en volandas al coche rumbo a la fiesta. Parecíamos bárbaros entrando a saco en Roma y devorando los vestigios del imperio. Menos mal que hay confianza. Así hasta que Calígula nos despertó con el tufo del pañal, claro, y continuó los juegos olímpicos de catapulta de teléfonos móviles a la piscina.
-Cría cuervos...
-Sí, pero qué rico es...

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