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viernes, 10 de mayo de 2013

REZAR BAJO LA CAMA

Hubo una vez un pueblo al que nadie quiso jamás. Y era increíble, ya que hasta disponía de un castillete en ruinas, una cala resguardada entre cantiles, un pequeño puerto mermante que en tiempos había dado muchas alegrías y peces, leyendas que hablaban de cuevas laberínticas en la costa, e incluso hipocampos. Sí, sí, sus aguas albergaban los mitológico pero reales caballitos de mar. Pues, ni por esas. A este pueblo no lo querían ni sus propios habitantes, se ve que quizá tendrían otro sitio más limpio, más verde, más confortable donde vivir. El caso es que cuando a los caciques y sus esbirros _que esos sí que poseían decenas de casas en muchas galaxias vírgenes_, pues cuando a esos, digo, les salió de los mismísimos partir el pueblo por la mitad con una carretera innecesaria y, como consecuencia de ello, engrosar sus huchas con dinero público, aislar la playa de sus incondicionales, expropiar propiedades y hacer huir a los ya escasos peces de la bahía, sólo cuatro pelagatos protestaron. Sí, apenas cuatro, mientras el resto de los vecinos rezaban escondidos bajo la cama para que la mirada de los caciques no se posase en sus cabezas.
Y el pueblo desapareció, claro, no quedó ni su nombre en el recuerdo. Y con él, los cabreados, pero también los otros, los cagados.

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